Qué tiempos aquellos en los que, con firmeza y con decisión, se defendía a capa y espada aquello de "Eurovisión no es política". Todo fiel seguidor del certamen internacional intentó defender con especial vehemencia que mezclar ambos conceptos era poco más que una blasfemia musical... hasta ahora. Los tiempos cambian, el Festival de festivales ha ido transformándose en algo más: un tablero de ajedrez donde los países ya no compiten solo con melodías, sino con discursos, banderas, bloques y conflictos.

El año que lo cambió todo: Israel, votos y ultraderecha

Eurovisión 2024 se convirtió en un espejo incómodo que reflejó las enormes grietas de nuestra sociedad. Con Eden Golan como representante de Israel en plena ofensiva en Gaza, el certamen vivió una auténtica guerra fría entre defensores y detractores del país de Oriente Medio. En España, incluso la ultraderecha se movilizó para entregar los 12 puntos del televoto al país citado, mientras un periodista español sufría un intento de agresión por parte de la delegación israelí.

Eden Golan, representante de Israel en Eurovisión 2024. EP

¿La respuesta de la UER? Ninguna consecuencia. Eurovisión siempre fue un resquicio de libertad para muchos espectadores, un lugar donde disfrutar y vivir las pasiones musicales sin límites. Pero la cosa cambió, muy a pesar del sentir del público, con el Festival convirtiéndose en un espacio donde la geopolítica provoca más ruido que la propia música. Qué pena, ¿verdad?

Del puente musical a la pasarela de intereses

Eurovisión nació en 1956 como símbolo de una nueva Europa, un proyecto donde la música haría de pegamento entre pueblos tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Una utopía musical que, con los años, fue llenándose de silencios incómodos. Ya en los años 60, la participación de la España franquista —con boicot de Austria incluido— abrió la veda de lo que estaba por venir: la política había encontrado su micrófono.

En realidad, la historia del certamen está trufada de mensajes encubiertos, símbolos y representaciones que van más allá de una actuación de tres minutos. Desde el uso propagandístico del Festival por parte de dictaduras —la nuestra incluida—, hasta el intento de lavar la imagen de ciertos gobiernos mediante vestuarios modernos o discursos progresistas, Eurovisión ha sido un espejo deformante donde los países se reinventan ante los ojos del continente.

La votación como termómetro geopolítico

No hace falta una pancarta para entender la política eurovisiva. Basta con observar las votaciones: los países balcánicos que no se votan entre sí tras la guerra de Yugoslavia, los bloques del este que se retroalimentaban mientras Rusia imponía su influencia, o las alianzas escandinavas que han sobrevivido incluso a la salida de Rusia.

Y si hablamos de Rusia, imposible olvidar sus años de abucheos constantes, sus candidaturas de empoderamiento estratégico, y su posterior expulsión tras invadir Ucrania. En 2021 se rompió el molde: la política no solo formaba parte del Festival, sino que marcaba los límites de lo permisible. Por cierto, a Rusia sí que se le expulsó formalmente... a Israel, por lo que sea, no.

Israel necesita Eurovisión más que Melody un micrófono

Israel lo sabe mejor que nadie. Eurovisión es su gran escaparate, su alfombra roja hacia una Europa que aún le abre la puerta. Desde Dana International (la primera mujer trans en ganar el certamen) hasta Netta y su mensaje bodypositive, el país ha construido una narrativa amable, integradora, progresista. Un pinkwashing de tomo y lomo que funciona a la perfección... hasta que estalla una guerra.

Mientras se pedía su expulsión por la ofensiva en Gaza —como ya ocurrió con Rusia—, Israel se aferró al certamen con uñas y dientes. Y lo logró. ¿Por qué? Porque los intereses geopolíticos, los vínculos económicos y los juegos de poder pesan más que una votación popular. El país de Oriente Medio se proyecta a su imagen y semejanza, logrando que grandes masas lancen su particular ofensiva para defenderlo. Eurovisión ya no es una competición de canciones: es un juego de poder.

Cuando el telón cae, la política sigue en escena

La edición número 69 de Eurovisión ha confirmado lo que muchos ya sabían: el Festival no es, ni ha sido, un territorio neutral muy a nuestro pesar. Las decisiones que se toman, las canciones que se votan, los países que se aceptan o se expulsan… todo responde a una lógica política que trasciende el escenario.

Así que no, señores, se nos ha puesto muy difícil decir eso de "Eurovisión no es política". Y como en toda buena guerra fría, nadie toma una decisión en caliente.

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